martes, 27 de octubre de 2015

CUENTOS

Continuación de Primavera (Enia y Alate)

Las montañas se desperezan sacudiéndose el blanco manto y el valle llora innumerables torrentes, despidiendo al invierno. Si bien el hacinamiento y la monotonía hacían de esta época la más detestable para Enia, la presencia de Urtxin, que había decidido quedarse durante los meses más fríos, había aligerado el tedio. Aunque a veces podía resultar cargante y fantasioso, su alegría y excelente don para contar cuentos fueron apreciados por toda la tribu.

    Por ello, la tristeza barre la general algarabía con la que se suele recibir la primavera. Los jóvenes parten hoy, y Enia no es capaz de ocultar la inquietud que le aqueja. Hacía tiempo que no sentía ese cariño por nadie… Desde lo de Otsemi.


- Deberías venir con nosotros, Enia –insiste por milésima vez luciendo su enorme sonrisa-: entre tu inteligencia, y que ya conoces el idioma y la cultura, aprenderías mucho más rápido que el resto… Y podrías ayudarnos. No te preocupes por los Helvatien: en caso de que te molestaran, que lo dudo, yo te protegería.
Urtxin le guiña un ojo. La chica no termina de sentirse cómoda con esa actitud conquistadora, aunque su rostro permanece impasible, mientras se pregunta quién protegería a quién.

    Tras la propuesta de Urden, Aztie había decidido dejar a voluntad de cada persona el aceptar el pacto con los Helvatien. Gran parte de los jóvenes estaban exaltados, y una negativa habría minado las relaciones, ya tensas durante el invierno. Así, 12 jóvenes -8 chicos y 4 chicas- se preparaban para el viaje, cargados de regalos de sus familiares y otros miembros del clan, hacia las tierras más bajas del este. Por el camino se irían reuniendo con grupos de otros clanes y con el cabecilla, Urden, quien habría de presentarles ante los Helvatien.

- Tengo un mal presentimiento, Urtxin. Harías bien en regresar junto a tu Clan, o incluso podrías quedarte aquí…-Se sorprendió por sus propias palabras y bajó la mirada, atenta a la perdiz que estaba desplumando- desde que murió la anciana  Hontze, las noches son muy aburridas sin nadie capaz de hilar un buen cuento.
- ¡Ya no me quedan más cuentos, Enia!-ríe él con entusiasmo- Te prometo que volveré con nuevas historias que contarte.

    La pequeña comitiva se desvanece en el bosque y todos sienten una presión en el pecho: los unos de emoción, el resto, de inquietud.


Un somnoliento erizo emerge entre el musgo del pinar y acostumbra sus pequeños ojillos a la brillante luz primaveral. Alate duda, mientras observa cómo el erizo se pone en marcha, removiendo la hojarasca en busca de insectos. No quiere hacerse un estropicio con esas púas. Entre los árboles resuena una cantinela, y la brisa pronto le trae el intenso aroma de los humanos. Molesto, se apresura a alejarse: no pueden verlo allí. El bosque es territorio grnania, pero también el mejor sitio para cazar en solitario. Sin embargo, la curiosidad le puede y se esconde tras un frondoso tejo rastrero. A lo lejos, una pequeña comitiva camina a paso ligero –si bien van muy cargados, algo extraño en esta época del año, piensa Alate-. Su mirada se cruza por un momento con los ojos azules de un joven, que se detiene. La espigada figura contempla el bosque, buscando algo, pero pronto reemprende la marcha. Con un soplido, el lobo deja escapar el aire.

    Cuando se reúne con la manada, después de llenar la tripa con los restos aún a medio congelar de un rebeco, percibe la tensión en el ambiente. Alfa, visiblemente enfadado y con el pelo erizado, reprende a su hija Nane. Por lo que Alate es capaz de captar mientras se aleja de nuevo, la joven se ha estado viendo con un merodeador. Y no hay nada en el mundo que enfurezca más a Alfa que los advenedizos.

6 años antes

Aunque Enia no terminaba de comprender por qué Otsemi no vivía con el resto del Clan, se abstuvo de preguntar. Le gustaba pasar tiempo con ella, aprendiendo a rastrear animales por el bosque o a recolectar plantas y hongos. Al principio hablaban poco. En su primer encuentro en el lago, Otsemi había tratado de explicarle quién era Mari –que, por supuesto, no era ella, como en principio creyera Enia-.
- Si no eres tú, pero la conoces, ¿podrías presentármela?
Entonces Otsemi la guió hasta lo alto de una montaña, donde aún dominaba la nieve, le mostró el valle colosal, el bosque oscuro, el río y el cielo, el gorrión alpino y los rebecos, saltando entre los riscos.
- Ahí está Mari.

    Otsemi era alta y delgada como un abedul, con la piel cobriza típica de todos los Helvatien, pero sus ojos eran de un gris triste, cual cielo otoñal, en contraste con el límpido azul  del resto del Clan. Unos ojos que, si bien detectaban el leve trasiego del  jabalí tras la hojarasca o el lagópodo en la nieve, parecían siempre ausentes, buscando algo que se escondía en las profundidades de su memoria.

    La niña volvía cada mañana al lago, donde esperaba paciente a que Otsemi terminara su ritual: cantaba y se lavaba en las cristalinas aguas, arrullada por los animales, que parecían cantar con ella. Su voz era pura y grave como la brisa de las montañas, y hacía temblar el pecho de emoción. Entonces la mujer descendía de nuevo al bosque con Enia a la zaga. Comprobaban las trampas por si había caído alguna liebre y las volvían a preparar. Recogían cortezas y hongos secos para yesca, y multitud de plantas con usos secretos que se le irían revelando a Enia con el tiempo. Hablaban lo justo y ambas se sentían cómodas con ello.

    A veces Otsemi se acercaba al campamento para intercambiar algunas frases aparte con Aztie, el jefe de la aldea; para trocar sus plantas medicinales por ropa o útiles –lo suyo no era coser ni tallar- e incluso cuidar a los enfermos. Enia no sabía dónde dormía, pero tampoco se lo preguntó.

     Al poco de conocerse la mujer le informó sobre el pacto y la prohibición de salir del bosque, hacia la pradera y las montañas. Sólo con ella podía acercarse al lago. El rostro de Enia se oscureció.
- Pero… Debo subir a las montañas. Siento que mi amigo está allí. Tengo que reunirme con él.
- No puedes subir, Enia. No debes romper el pacto, o los Otsoan se enfadarán y podrían atacarte.
- ¿Otsoan? ¿Qué cosa es? Se asemeja a tu nombre –Enia se esforzaba, pero aún había multitud de palabras que se le escapaban, al haber estado todo el invierno encerrada en los refugios.
- Mi nombre no fue Otsemi en otro tiempo...Pero ahora es el único que me queda. Tú conoces a los Otsoan, Aztie me ha contado que llegaste al valle con uno.
- ¿Alate? Es un niño amigo mío. No entiendo por qué los Helvatien le echaron –murmuró la chica con frustración contenida. Otsemi contempló largamente a Enia, tratando de bucear en su alma. Finalmente se volvió hacia el bosque y le hizo una seña.
- Sígueme.




Texto y fotos por: Elisa Rivero Bañuelos

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