viernes, 23 de octubre de 2015

PRIMAVERA

Continuación de Cobre (Enia y Alate)

Tras el quinto intento, que culminó más lejos, pero más congelado que los anteriores, Enia decidió que el invierno no era la época propicia para escaparse. Seguro que Alate sabía cuidarse solo, y podría buscarle en primavera.

     Aquel interminable invierno pasó por tres hogares, hasta acabar en un pequeño pero concurrido refugio en el que sus dotes de trenzadora de cestas pronto resaltaron y le hicieron un hueco en la familia. Pero el invierno también constituía una época perfecta para hablar alrededor del fuego, y así fue como Enia comenzó a aprender el idioma: primero lentamente y con desgana, mas según iba avanzando, se desplegaban ante ella las maravillosas historias y cuentos de los Ohiandar. Así conoció a Mari.

     Se enteró entonces de que se hallaba en el Clan del Corzo, uno de los múltiples grupos de los Ohiandar o gentes del valle. Los Ohiandar vivían de la caza, la pesca y la recolección, por lo que tenían que desplazarse. El Clan del Corzo solía ir valle abajo en verano para acceder a buenas zonas de pesca junto al gran río, y en invierno se asentaban en un abrigo rocoso con construcciones de madera y pieles, para protegerse del frío y la copiosa nieve. También organizaban largas partidas de caza siguiendo las grandes manadas. Todos los Ohiandar, sin excepción, tenían el pelo y la piel oscuros, y los ojos azules, lo cuál sorprendió a Enia, que provenía de un pueblo con mucha más variedad, pero en el que dominaban los ojos marrones. Su propia madre tenía ese aspecto, que en ella apenas había perdurado en su piel broncínea y ojos verde-azulados.

     Estas gentes no tenían animales domésticos ni cultivaban las plantas. Todos los intentos que Enia hizo de entender el porqué, no dieron su fruto.

     Finalmente, las nieves se fundieron y aparecieron las primeras prímulas, que florecían como pequeños soles portadores de grandes noticias. Enia tenía por fin la libertad para corretear por las proximidades del campamento y, con el pretexto de recoger algunas hierbas frescas con las que aderezar la rancia dieta invernal, se adentró colina arriba.

     Resultó un alivio dejar atrás el desnudo bosque caducifolio y penetrar en el pinar, cuya espesura e intenso aroma abrazó a Enia, demorando su carrera a las alturas.

     En la pradería aún se extendía la nieve, de una blancura impoluta que reflejaba con inquina los rayos del sol, cegando sus ojos. El prístino manto estaba surcado de huellas de multitud de criaturas: pezuñas, zarpas, leves almohadillas y graciosas marcas de aves. Un lagópodo emprendió el vuelo a su lado, asustado y asustando también a la niña, que pronto echó a reír.

     La brisa, aún gélida, le trajo un lejano murmullo, que se fue hilando en melodía, resonando entre los blancos montes. Era un canto de bienvenida a la primavera, un salmo de agradecimiento.

     Enia se dejó hechizar por la canción y ésta le guió hasta un pequeño lago, de un azul rabioso inimaginable, en cuyas orillas descansaba una mujer. Cerca, abrevaba una cierva y gorjeaba una bandada de gorriones alpinos. Ti, ti, ti-zurrr. De improvisto, el canto se interrumpió y los animales se dispersaron.

- Ietori tantaide –“bienvenida a este monte” clamó, sin darse si quiera la vuelta.
Roto el encantamiento, Enia se quedó paralizada. Una idea fugaz emergió en su mente.
- ¿Eres Mari?

Alfa respiraba con dificultad, tumbado en su saliente preferido, desde donde se abarcaba todo el valle. La brisa, portadora de noticias de primavera, ascendía por la montaña y acariciaba su cano pelaje. Últimamente Alate pasaba más tiempo con él, ya que el viejo lobo cada vez se alejaba más de la manada. Poco a poco iba dejando que su hijo Reine tomara las riendas, lo cuál  estaba convirtiendo la vida de Alate en un auténtico calvario. Alfa dejó escapar un gañido.
- ¿Hueles el humo, lobato?
- Claro. Huelo el humo de aquellas hogueras, abajo en el valle, y huelo a los Grnania cuando salen de cacería y se acercan.
- No veo las hogueras: mis ojos cansados me vaticinan desde ha tiempo la muerte, pero mi olfato sigue afinado como el de un lobezno.
El joven se tensó y escrutó el valle. Cantarines torrentes, derretidos por el sol primaveral, se precipitaban por las peñas, en las que hoyaba el liquen. Entre ellas alborozaban los rebecos y cantaba alegre la bisbita. Más allá, resonaba una voz.
- Tú puedes ver las hogueras, pero en algo te has equivocado. Los Grnania no se acercan para cazar. Saben que no deben salir del bosque.
- Pero puedo oírlos y olerlos en la pradera.
- Ah… Otsemi. Ella no cuenta, aunque ni siquiera está cazando.
- ¿Otsemi? ¿Conoces a una humana?
- Huele a humana, pero no debe serlo del todo. Ella instauró el pacto.-Alfa movía la raída cola con dificultad y reprimió una tos. La voz, que  retumba límpida entre las peñas, se silenció, aunque el eco aún la recordaba. Alate olisqueaba el aire. No había duda, había identificado el olor de Enia.- Cuando yo era poco más mayor que tu, no tuve tanta suerte como mi hijo Reine. Nací en el seno de una manada numerosa, pero no era el hijo de los alfa, sino de un advenedizo, y pronto me quedé huérfano de padre. Por fortuna, mi madre era hermana del alfa, y a mis hermanos y a mí se nos  permitió vivir hasta que fuimos lo suficientemente mayores para buscar un nuevo territorio. Algunos jóvenes nos siguieron, ya que los recursos escaseaban en esa zona.

                <<Fuimos a dar con este valle, pero pronto entramos en conflicto con los Ohiandar. Aunque había caza para todos, mi manada estaba desestructurada e indisciplinada. Frustraban las cacerías de los humanos y les robaban las presas. El peor era mi hermano. Reine me recuerda a él, aunque es más obediente. Un día persiguió a un niño que se perdió en la montaña: el crío se asustó tanto que se despeñó. Ese fue el detonante que hizo que un pueblo tan pacífico como los Ohiandar nos declarara la guerra y amenazara con expulsarnos del valle>>.

- ¿Pacíficos, los humanos? –Alate temblaba de rabia- ¡Deberíais haberlos matado a todos! Son seres destructivos y crueles.
- No me alces la voz, lobato –gruñó Alfa con un inesperado tono imponente-. Se ve que no sabes nada. No sé de dónde vienes ni cómo serán los humanos que mataron a tu familia, pero los de por aquí respetan la vida de cualquier ser por encima de todo. Nadie mata sin razón.

                <<Un día acechaba sólo en el bosque, cuando me topé con una mujer. De alguna manera ella me detectó, como si el espíritu del bosque se lo hubiera susurrado al oído. Me habló y yo la entendí sin impedimentos. No siempre es así con los humanos, la mayoría no entienden, no hablan con los demás seres, o la comunicación es difusa. Cuentan que antaño todos los seres, incluidos los humanos, se entendían sin tapujos.
Ella me explicó su voluntad, y la de todo el pueblo, de establecer un pacto territorial para poder vivir en armonía. Pero antes había que cerrar la herida. Sangre por sangre. Yo no acepté. No podía entregarles a un miembro de mi manada; además, no era el líder aún y no tenía esa potestad. Otsemi –así la llaman ahora, aunque no recuerdo su nombre real- me dedicó una triste sonrisa y dijo que la voluntad de Mari se cumpliría.

                <<Esa misma noche, de una oscuridad impenetrable, salimos a cazar rebecos por los riscos. Mi hermano se adelantó y le perdimos de vista. Pude oír el caos de los rebecos y los gemidos de mi hermano, pero nada más. Esa noche no volvió. Al alba, los quebrantahuesos anunciaban la trágica noticia. Tres formas se recortaban contra la suave pradería, junto al lago: los cadáveres de mi hermano y el niño, y Otsemi a su lado>>.







Elisa Rivero Bañuelos

No hay comentarios:

Publicar un comentario