sábado, 30 de enero de 2016

FRÍO

Historia de Enia y Alate, continuación de Presente
 

Enia, presente (camino del este)

Al alcanzar la cima del paso, Enia vuelve la vista. El valle en el que ha vivido los últimos seis años le despide agitando con furia las copas de los estirados álamos, que se desprenden de sus vestidos. El viento otoñal se canaliza por el paso y arremolina las hojas de mil colores: verde, marrón, escarlata, dorado. Como los ojos de Alate. Enia suspira y continúa el camino, que se abre paso entre las rocas hacia un valle más humilde. Entre los pinos sombríos alcanza a ver, más abajo, el variopinto bosque de robles. No conoce el valle, pero sabe que en el corazón del bosque se esconde el poblado Harix, el clan del roble. Urtxin se lo ha contado todo, y más. Por el rabillo del ojo capta un movimiento fugaz y sonríe: una ardilla corretea ágil entre las acículas, afanada, preparándose para el invierno.

Al anochecer acampa junto al riachuelo que vertebra el pequeño valle. Lo lleva siguiendo desde el mediodía, cuando apenas era un arroyo cantarín saltando entre las piedras. Pero en vez de calmarla y ayudarle a conciliar el sueño, como su río solía hacer, el rumor le repiquetea en el corazón. El frío se afila como un puñal descendiendo desde la noche estrellada. Un aullido lejano apenas emerge tras el cantar del río. Contempla las titilantes luces y piensa en Urtxin.



Azeri, presente (campamento Helvatien)

Azeri permanece estática bajo la manta de lana, los ojos azules brillando en la noche. Unos perros ladran a lo lejos y el viejo Goban deja escapar un sonoro ronquido desde su jergón, al otro lado del hogar. Las ascuas apenas emiten una luz cambiante, como los ojos de un animal salvaje, acechando.

            Azeri se incorpora con lentitud. Un ronquido. Retira con cuidado su vieja manta. La mujer de Goban se agita en sueños. La chica se mueve con un sigilo tal, que en un bosque habría resultado grosero, pero en el interior de la cabaña no desencaja. Se acerca a los pies del jergón de la pareja y extrae el finísimo cuchillo de la bota de Goban. Le vio colocarlo allí cuando se las quitó. El extraño material refleja sus brillos verdosos bajo la tenue luz, hechizando su mirada.

            Las brasas sisean como una serpiente. ¿Me advierten de algo? Se pregunta la joven. Permanece así, erguida y conteniendo el aliento, sosteniendo el frío cuchillo junto a los durmientes. Sabe que no está bien. Finalmente coloca con suma delicadeza, casi con primor, la hoja afilada sobre el cuello de Goban.

            Hasta que no oye otro lejano ladrido, no se da cuenta: el hombre no duerme. La observa en la oscuridad, con ojos expectantes, tristes. Vencidos desde hace ya tiempo. Pero no dice nada.

            Azeri se retira, aún sin respirar, sin dejar de mirarle. Con el mismo cuidado y sigilo con los que llegó hasta allí, retrocede sobre sus pasos y se envuelve en la piel de oveja, que se ha quedado fría.



  


Siguiente capítulo: SANGRE

 

 
Texto y fotos por: Elisa Rivero Bañuelos

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