sábado, 21 de noviembre de 2015

REVELACIÓN

Continuación de VOCES, historia de Enia y Alate.

Urtxin, presente

La pequeña comitiva que partiera del Clan del Corzo ha dejado de serlo: ya suma medio centenar de jóvenes, procedentes de clanes de los que Urtxin nunca ha oído hablar: el Clan del Glotón, del este; el Clan del Rebeco, habitantes de las montañas, más agrestes incluso que los del Corzo; el Clan de la Nutria, hábiles pescadores del sur… Aunque lo que más le alegra es haberse reunido al fin con sus amigos del Clan del Roble, a los que no veía desde el otoño.

                El mejor momento del día es el cenit, cuando acampan después de un largo día de caminata, y Urtxin insta al resto de jóvenes a reunirse alrededor del fuego y desgranar historias de cada clan. En la humilde opinión de Urtxin, tienen mucho que aprender sobre el arte de contar historias, aunque siempre agradece aprender cuentos nuevos. Por supuesto, también hay alguna que otra promesa, como la chica de pelo corto del Clan de la Nutria.

El día anterior habían abandonado al fin el territorio Ohiandar, dejando atrás las montañas y los valles profundos. Ante ellos se extienden amplios terrenos de bosque quemado, con la tierra removida. La visión es desoladora.

Unos jóvenes del Clan del Sauce, a los que Urtxin estima 12 o 14 años, jalean a lo largo y ancho de la caravana, intentando organizar una cacería: han avistado una manada de uros abrevando cerca del río, y están deseosos de hacer notar su reciente incorporación al mundo adulto. Finalmente consiguen contener su emoción y acercarse con respeto a Urden, el indiscutible cabecilla del grupo. El mercader les cede la palabra con un gesto condescendiente. Urtxin les observa desde el árbol en el que está encaramado, mascando una tira de ciervo ahumado.

La admiración inicial que sintiera por Urden –y que claramente comparte la totalidad de jóvenes del grupo- había ido dejando paso al hartazgo. Al principio habían trabado una buena amistad: el jabalí encandila con sus historias y promesas, pero en cuanto conoce a un joven más fuerte o altivo que el resto, lo convierte en su segundo al mando y trata al resto con desdén. Apenas colabora con el grupo, mención a parte de dar órdenes. Empero, lo que más molesta a Urtxin es su reticencia a hablar de ciertos temas, como el Clan del Jabalí, o los Helvatien.

Urtxin se descuelga del viejo roble, dejándose caer a escasos pasos del “consejo de guerra”.
- Nos parece una idea estupenda, ¿verdad, Urden? –Exclama codeando con descaro al asombrado comerciante.- Estoy seguro de que los Helvatien  celebrarán que les llevemos unos buenos cuernos de uro, y nos podremos dar un banquete.
Urden le mira con mezcla de desconcierto y cólera, pero pronto cede, para alborozo de los jóvenes beligerantes.

          Esa misma tarde, después de haber localizado la manada, Urtxin se aposta junto a Urden entre las ramas de un sauce, para bloquear a los uros en caso de que traten de romper el cerco. Había insistido en que Azkon, el ojito derecho del comerciante, se quedara protegiendo el campamento. Últimamente Urden se muestra inaccesible, y esta es la oportunidad que estaba buscando para interrogarle sobre algo que le inquieta. No puede quitarse de la cabeza la mirada preocupada de Enia.
- Ayer dejamos atrás los territorios del Clan del Jabalí, ¿no es así?
- Bueno, sí, hemos pasado de refilón, pero el campamento no se encuentra cerca –masculla Urden, sin apartar la vista de los uros, que pastaban mansos junto al río.
- Pensé que se apostaba junto al río, y prácticamente no nos hemos desviado de su curso –comenta Urtxin, mirando fijamente el grueso rostro del hombre-. ¿No te habría gustado ver a tu clan, después de tantos meses fuera? ¿No se animan a venir a aprender los jóvenes de tu aldea?
- Ya han ido, llevan aprendiendo de los Helvatien un tiempo.
Urtxin tuerce el morro, y está a punto de insistir, cuando unos gritos les alertan a lo lejos. La manada de uros se ha desbandado y unos individuos se acercan hacia ellos a pleno galope. Es su turno.

Enia, presente

De nuevo los incendios. Enia observa a través de los brotes tiernos de los sauces cómo el humo se alza en la lejanía, por el este. Se encuentra recogiendo sus pertenencias, empaquetando meticulosamente los últimos útiles que no guardó la noche anterior: el yesquero, su cuchillo y la manta de piel de ciervo. Hoy se trasladan al campamento de verano y los ánimos, en lugar de festivos, están más decaídos que nunca, ya que echan en falta brazos jóvenes que carguen con los fardos más pesados.

                El humo inquieta a Enia sobremanera. A su alrededor, la gente aún no ha terminado de prepararlo todo y faltan horas para la marcha. Intenta rechazar una idea que bulle en su mente, pero finalmente deja caer el hatillo y echa a correr a través del pinar.

                Aunque la mañana es templada, el bosque es húmedo y apenas deja pasar la escasa luz del sol. Con una sonrisa, recuerda la primera vez que recorrió ese mismo camino, hacía ya seis años. 




Atraviesa la luminosa pradera y asusta a una pareja de marmotas, que retozan al sol. Cuando alcanza el lago, su piel está perlada de sudor bajo el chaquetón de zorro, y se desprende de él. Entonces, la tristeza le abruma. Algo dentro de ella, muy en el fondo de su alma, esperaba encontrarse allí a Otsemi, cantando serenamente junto a las límpidas aguas. No volvía allí desde aquel día, desde hace tres veranos. Dos lágrimas ruedan por sus mejillas y nublan su vista, que se concentra en el horizonte. El sol naciente la ciega, pero comprueba lo que ya sabía: que el humo viene del territorio de los Helvatien, donde Urtxin y el resto ya debían haber llegado.

                De pronto, algo se acerca volando, recortándose contra la dorada esfera. Enia piensa, por un momento, si no será Mari, y una leve sonrisa retorna a sus labios. Es una bandada de cuervos. Se aproximan jaleando, pero entre los estertóreos graznidos, la mujer capta un mensaje: “Mirad, otro humano. Además de hacernos daño y quemar los bosques, ahora se atacan entre ellos”.






Por Elisa Rivero Bañuelos

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