viernes, 25 de septiembre de 2015

PLUMAS



El joven harix tardó unos segundos en reconocer a Enia: haría tres veranos desde que la vio por última vez, y el tiempo no había pasado en balde. Retiró la lanza y posó la mano libre sobre el hombro de su acompañante, que permanecía en posición amenazante.

-Agradezco tu hospitalidad, Enia- respondió Urtxin cortés, examinándola y arrastrando su escrutadora mirada por las astas de corzo. – Hemos recorrido un largo camino y nos gustaría que nos guiaras a tu campamento.

 -Actualmente nos asentamos en el campamento estival, que este verano está ubicado en la ribera baja, a media jornada de aquí. Alejémonos de la pradería y pasemos la noche junto a un arroyo cercano. Está anocheciendo, y con tantos fardos no llegaríais muy lejos.

Enia lanza una mirada fugaz al compañero de Urtxin, se vuelve y les guía entre la espesura. Desconfía. No le gustan los desconocidos. Además, su aspecto genera serias dudas respecto a qué clan podría pertenecer. Entre sus prendas asoman pistas confusas: botas altas e impermeables, esterilla de juncos, collar de cuentas de marfil ¿clan del jabalí? Pero, a su vez, un espeso manto de lana cubre sus hombros, haciéndole sudar copiosamente. Sus objetos y pesados fardos dan pie a pensar en un comerciante, pero el desorden y la pésima distribución lo contradicen. Enia se abstiene de preguntar.

Las flexibles ramas de los sauces les fustigan la cara mientras se abren paso hasta un cantarín torrente de piedras brillantes. Se oye un ruido entre los carrizos y una bandada de patos emprende torpemente el vuelo. Enia, que ya conoce el lugar, ha cargado el arco previamente y, en una nube de plumas color esmeralda, se cobra a un hermoso macho. Urtxin y su acompañante felicitan el disparo certero.

Encienden un pequeño fuego donde asar el pato, mientras el desconocido se pelea para desprenderse de su equipaje. Urtxin se ofrece a desplumar al animal, aunque toma las plumas más provechosas y se las devuelve a Enia. Finalmente, todos están cómodos y hambrientos alrededor del chisporroteante ave.

- Mi nombre es Urden y pertenezco al clan del jabalí, aunque últimamente viajo mucho. Soy comerciante.
Las elucubraciones de Enia se confirman. Estudia al orgulloso Urden, un hombre maduro, achaparrado y de rostro poco agraciado. A su lado, el jovial Urtxin, a pesar de sus ojos pequeños y dientes enormes, parece atractivo.
- Bienvenido al valle, Urden- recita ligeramente aburrida. Nunca le ha interesado la diplomacia ni las relaciones humanas. Prefiere comunicarse con el bosque. Ya se encargarían Aztie y su cotilla compañera, cuando alcanzaran el campamento, de enterarse a fondo de la procedencia e intenciones del jabalí.- Mi nombre es Enia, y soy cazadora del clan del corzo- Urden tuerce el morro en una mueca de disgusto. Probablemente, el hecho de que Enia, siendo tan joven, se presente como cazadora, ha herido su orgullo de comerciante principiante. Se sumen en el silencio inquieto del bosque.

Sin embargo, Urtxin, impacientado ante el ave chorreante, da rienda suelta a su lengua.
- Urden vino por primera vez al campamento Harix el invierno pasado. Como sabes, esta temporada fue realmente fría; de hecho, perdimos a algunos de los más mayores, y también sucumbió de fiebres el pequeño de Pazuri. ¿Te acuerdas de ella? Es una pena, porque era su único hijo… -relata el joven atropelladamente, sin esperar respuesta de Enia.- La cuestión es que Urden llegó justo antes de la segunda tempestad, trayendo consigo espesos mantones de piel de cabra y sacos llenos de grano. ¡Grano! ¿Lo conoces, Enia? ¿Has oído hablar de las maravillas que se pueden hacer?
- Sí, algo he oído...
- Las tortas que se hacen con él son deliciosas y, espero que me perdone el roble, mucho mejor que las de bellota o hayuco, aunque la molienda es agotadora. Deberíamos aprender a cosechar el cereal. Urden dice que él nos puede ayudar.

El hombre asiente orgulloso.
- En mis largos viajes, he pasado algún tiempo con los Helvatien.
Enia siente un escalofrío a pesar de la cercanía de la fogata. Por su mente ondean las espigas del cereal como una ráfaga que sólo traerá dolor y fuego.

Los primeros copos caían leves como plumón de ganso sobre el oscuro bosque de pinos. A pesar de su creciente pelaje, Alate sintió un escalofrío. Habían pasado dos días desde que Enia se fuera con aquellos hombres y aún no se había decidido a abandonar el bosque. Podía oler sus fuegos, abajo en el valle, e incluso avistar grupos cuando salían de cacería. No se sentía seguro allí: los humanos ya le habían perseguido dos veces. Pero algo le impedía alejarse.

Finalmente fue la soledad, más que el frío, lo que le fustigó a escalar las colosales montañas. Sabía a dónde debía ir. Llevaba semanas escuchando las llamadas de una manada, pero ahora no se atrevía a contestarles. ¿Y si le perseguían? ¿Y si no le admitían en el grupo? Ya ni siquiera estaba seguro de querer pertenecer a una nueva familia, pero tenía la certeza de que, sin ella, no aguantaría el invierno.

Sin embargo, ellos le encontraron antes. Los suaves copos se habían tornado en cellisca, que cristalizaba en su negro pelaje y a penas le permitía atisbar las montañas, cuando se vio rodeado por media docena de sombras. Un relámpago gris, y una enorme boca se cerró sobre su cuello, impidiéndole respirar.

- Reine, detente –rugió una voz.- ¿No ves que es apenas un cachorro?
La presión cedió y Alate cayó al suelo sin resuello.
- ¿Qué haces sólo en las montañas, crío? –resonó la voz a través de la ventisca.
Alate se irguió y observó con temor a su alrededor, la cola entre las patas. A su lado, un imponente lobo gris, de espeso pelaje, le amenazaba con los dientes al aire. Frente a él, un viejo lobo blanco le escrutaba con la mirada. Sus ojos estaban velados por algo más que la tormenta, pero su serenidad le calmó.
- Los grnania mataron a mi familia. Estoy solo.

Alate recuerda ese primer invierno que pasó con la manada. El padre de Reine, el actual Alfa, era entonces el macho alfa de la manada y, si no lo trató como a un hijo, fue lo único que le mantuvo con vida y alejado de las fauces de Reine. El frío y el hambre, a pesar de la abundancia de cadáveres que trae el invierno, fueron común denominador en los primeros años, ya que Alate era el último en el estricto escalafón de la manada de la montaña.

Mientras rememora las penalidades, hace aquello que mejor se le da, y que antaño le sacara de la miseria: caza solo en el bosque. Su pelaje negro como la pez es ineficaz en la nieve y la pradera, pero en el bosque de pinos se funde entre las sombras. Un enorme urogallo brama en la espesura. Los dorados ojos miden la distancia y esperan, pacientes, saboreando ya la dulce sangre. Una carrera explosiva, y las brillantes plumas vuelan por el aire.


Por Elisa R. Bañuelos

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