El joven harix tardó
unos segundos en reconocer a Enia: haría tres veranos desde que la vio por
última vez, y el tiempo no había pasado en balde. Retiró la lanza y posó la
mano libre sobre el hombro de su acompañante, que permanecía en posición
amenazante.
-Agradezco tu hospitalidad, Enia- respondió Urtxin cortés,
examinándola y arrastrando su escrutadora mirada por las astas de corzo. –
Hemos recorrido un largo camino y nos gustaría que nos guiaras a tu campamento.
-Actualmente nos asentamos
en el campamento estival, que este verano está ubicado en la ribera baja, a
media jornada de aquí. Alejémonos de la pradería y pasemos la noche junto a un
arroyo cercano. Está anocheciendo, y con tantos fardos no llegaríais muy lejos.
Enia lanza una mirada fugaz al compañero de Urtxin, se vuelve y
les guía entre la espesura. Desconfía. No le gustan los desconocidos. Además,
su aspecto genera serias dudas respecto a qué clan podría pertenecer. Entre sus
prendas asoman pistas confusas: botas altas e impermeables, esterilla de
juncos, collar de cuentas de marfil ¿clan del jabalí? Pero, a su vez, un espeso
manto de lana cubre sus hombros, haciéndole sudar copiosamente. Sus objetos y
pesados fardos dan pie a pensar en un comerciante, pero el desorden y la pésima
distribución lo contradicen. Enia se abstiene de preguntar.
Las flexibles ramas de los sauces les fustigan la cara mientras
se abren paso hasta un cantarín torrente de piedras brillantes. Se oye un ruido
entre los carrizos y una bandada de patos emprende torpemente el vuelo. Enia,
que ya conoce el lugar, ha cargado el arco previamente y, en una nube de plumas
color esmeralda, se cobra a un hermoso macho. Urtxin y su acompañante felicitan
el disparo certero.
Encienden un pequeño fuego donde asar el pato, mientras el
desconocido se pelea para desprenderse de su equipaje. Urtxin se ofrece a
desplumar al animal, aunque toma las plumas más provechosas y se las devuelve a
Enia. Finalmente, todos están cómodos y hambrientos alrededor del
chisporroteante ave.
- Mi nombre es Urden y pertenezco al clan del jabalí, aunque
últimamente viajo mucho. Soy comerciante.
Las elucubraciones de Enia se confirman. Estudia al orgulloso
Urden, un hombre maduro, achaparrado y de rostro poco agraciado. A su lado, el
jovial Urtxin, a pesar de sus ojos pequeños y dientes enormes, parece
atractivo.
- Bienvenido al valle, Urden- recita ligeramente aburrida. Nunca
le ha interesado la diplomacia ni las relaciones humanas. Prefiere comunicarse
con el bosque. Ya se encargarían Aztie y su cotilla compañera, cuando
alcanzaran el campamento, de enterarse a fondo de la procedencia e intenciones
del jabalí.- Mi nombre es Enia, y soy cazadora del clan del corzo- Urden tuerce
el morro en una mueca de disgusto. Probablemente, el hecho de que Enia, siendo
tan joven, se presente como cazadora, ha herido su orgullo de comerciante
principiante. Se sumen en el silencio inquieto del bosque.
Sin embargo, Urtxin, impacientado ante el ave chorreante, da
rienda suelta a su lengua.
- Urden vino por primera vez al campamento Harix el invierno
pasado. Como sabes, esta temporada fue realmente fría; de hecho, perdimos a
algunos de los más mayores, y también sucumbió de fiebres el pequeño de Pazuri.
¿Te acuerdas de ella? Es una pena, porque era su único hijo… -relata el joven
atropelladamente, sin esperar respuesta de Enia.- La cuestión es que Urden
llegó justo antes de la segunda tempestad, trayendo consigo espesos mantones de
piel de cabra y sacos llenos de grano. ¡Grano! ¿Lo conoces, Enia? ¿Has oído
hablar de las maravillas que se pueden hacer?
- Sí, algo he oído...
- Las tortas que se hacen con él son deliciosas y, espero que me
perdone el roble, mucho mejor que las de bellota o hayuco, aunque la molienda
es agotadora. Deberíamos aprender a cosechar el cereal. Urden dice que él nos
puede ayudar.
El hombre asiente orgulloso.
- En mis largos viajes, he pasado algún tiempo con los
Helvatien.
Enia siente un escalofrío a pesar de la cercanía de la fogata.
Por su mente ondean las espigas del cereal como una ráfaga que sólo traerá
dolor y fuego.
Los primeros copos
caían leves como plumón de ganso sobre el oscuro bosque de pinos. A pesar de su
creciente pelaje, Alate sintió un escalofrío. Habían pasado dos días desde que
Enia se fuera con aquellos hombres y aún no se había decidido a abandonar el
bosque. Podía oler sus fuegos, abajo en el valle, e incluso avistar grupos
cuando salían de cacería. No se sentía seguro allí: los humanos ya le habían
perseguido dos veces. Pero algo le impedía alejarse.
Finalmente fue la
soledad, más que el frío, lo que le fustigó a escalar las colosales montañas. Sabía
a dónde debía ir. Llevaba semanas escuchando las llamadas de una manada, pero
ahora no se atrevía a contestarles. ¿Y si le perseguían? ¿Y si no le admitían
en el grupo? Ya ni siquiera estaba seguro de querer pertenecer a una nueva
familia, pero tenía la certeza de que, sin ella, no aguantaría el invierno.
Sin embargo, ellos
le encontraron antes. Los suaves copos se habían tornado en cellisca, que
cristalizaba en su negro pelaje y a penas le permitía atisbar las montañas,
cuando se vio rodeado por media docena de sombras. Un relámpago gris, y una
enorme boca se cerró sobre su cuello, impidiéndole respirar.
- Reine, detente
–rugió una voz.- ¿No ves que es apenas un cachorro?
La presión cedió y
Alate cayó al suelo sin resuello.
- ¿Qué haces sólo en
las montañas, crío? –resonó la voz a través de la ventisca.
Alate se irguió y
observó con temor a su alrededor, la cola entre las patas. A su lado, un
imponente lobo gris, de espeso pelaje, le amenazaba con los dientes al aire.
Frente a él, un viejo lobo blanco le escrutaba con la mirada. Sus ojos estaban
velados por algo más que la tormenta, pero su serenidad le calmó.
- Los grnania
mataron a mi familia. Estoy solo.
Alate recuerda ese primer invierno que pasó con la manada. El
padre de Reine, el actual Alfa, era entonces el macho alfa de la manada y, si
no lo trató como a un hijo, fue lo único que le mantuvo con vida y alejado de
las fauces de Reine. El frío y el hambre, a pesar de la abundancia de cadáveres
que trae el invierno, fueron común denominador en los primeros años, ya que
Alate era el último en el estricto escalafón de la manada de la montaña.
Mientras rememora las penalidades, hace aquello que mejor se le
da, y que antaño le sacara de la miseria: caza solo en el bosque. Su pelaje
negro como la pez es ineficaz en la nieve y la pradera, pero en el bosque de pinos
se funde entre las sombras. Un enorme urogallo brama en la espesura. Los
dorados ojos miden la distancia y esperan, pacientes, saboreando ya la dulce
sangre. Una carrera explosiva, y las brillantes plumas vuelan por el aire.
Por Elisa R. Bañuelos
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