La piel rebosaba sensibilidad,
las lágrimas pedían a gritos rodar,
la memoria extrañaba otro lugar,
y el cuerpo buscaba abrazos que donar.
La música se inyectaba en el alma
como vacunas de veneno contra el desamor,
los versos disparaban con calma
en el mismo centro del llamado corazón.
Su voz rodaba en los oídos
como cascada del verbo amar
y descendía hasta los labios
que rogaban por no temblar.
La guitarra disparaba flechas
contra dianas minúsculas de la inocencia,
y con un golpe limpio se abría la brecha
que conducía a los confines de mi ciencia.
Allí acababa con todo:
destruía los esquemas racionales,
y conquistaba, en nombre de la poesía,
cada esquina con sus canciones.
Y así se construía el grito
que desde el interior inmaterial
hasta el más corpóreo extremo,
se resumía en un escalofrío musical.
la memoria extrañaba otro lugar,
y el cuerpo buscaba abrazos que donar.
La música se inyectaba en el alma
como vacunas de veneno contra el desamor,
los versos disparaban con calma
en el mismo centro del llamado corazón.
Su voz rodaba en los oídos
como cascada del verbo amar
y descendía hasta los labios
que rogaban por no temblar.
La guitarra disparaba flechas
contra dianas minúsculas de la inocencia,
y con un golpe limpio se abría la brecha
que conducía a los confines de mi ciencia.
Allí acababa con todo:
destruía los esquemas racionales,
y conquistaba, en nombre de la poesía,
cada esquina con sus canciones.
Y así se construía el grito
que desde el interior inmaterial
hasta el más corpóreo extremo,
se resumía en un escalofrío musical.
Raquel Alvarado
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