El leve aire estival asciende por la ladera trayendo consigo
aromas bien conocidos: el olor delicado de la malva en flor, el espeso polen
del álamo, abajo en la ribera, el terroso aroma de la tierra seca, templada al
sol de junio… Y, formando una amorfa amalgama con los anteriores, el penetrante
humo de las hogueras.
Alate recuerda entonces tiempos en los que el aire era limpio y
el humo ni siquiera se asomaba en sus pesadillas. Recuerda un lejano claro, probablemente ya inexistente, y una pequeña
figura en su centro: Entrelazaba dientes de león, en un burdo intento de
confeccionarse una corona, pero en seguida se aburrió y paseó la mirada, llena
de hastío, por el claro, hasta que esos ojos, verdes como la tierna hierba
primaveral, se posaron en los suyos.
“Ven, acércate y
juguemos juntos. ¡Recojamos flores en el bosque!”
Yo no recojo flores.
El trino del chotacabras perturba ligeramente el duermevela de
la mujer. El pesado aire húmedo de la ribera apenas consigue elevarse para
acariciar la cabellera cobriza, que se descuelga por la rama del fresno como el
velamen de una orquídea. La realidad se
funde de nuevo en el sueño y cree distinguir unos enormes ojos dorados entre
las hojas.
¿Qué haces sola en
el bosque?
Se encontró
caminando en un anochecer eterno, acunada por el coro de las cigarras. Caminaba
y caminaba, con la certeza de que iba hacia un destino fatal, pero no recordaba
por qué. A la retaguardia, una sombra negra la seguía en silencio.
En lo alto de la colina, Alate rememora la primera vez que olió
el humo. Un escalofrío le recorre el cuerpo.
Debería
volver a casa, ya es tarde.
Aquella
fue también la primera vez que salió del bosque. Lo que al principio tomó por
un claro enorme era en realidad un campo cubierto de interminables mares de
hierba y grano. Lo que creyó que eran luciérnagas, fueron creciendo en la noche
hasta convertirse en llamas danzantes, el origen de aquel punzante olor. Nunca
debió haber salido del bosque, pero la curiosidad le arrastró detrás de aquella
niña vivaracha.
Me
llamo Enia, ¿cuál es tu nombre, niño?
No soy
un niño. Pero me llaman Alate.
Enia oye un alarido de dolor y se despierta de sopetón, por lo
que estuvo a punto de perder el equilibrio y caer de la firme rama del fresno.
No era un grito, sino la llamada del cárabo. Sin embargo, aquel grito había
sido real, un grito entre muchos otros, que le perseguían desde el pasado.
Primero habían sido
gritos de profunda tristeza, mezclados con alaridos de dolor. Después, según se
acercaba, se iban ahogando hasta convertirse en susurros de asombro, que se
confundían con el coro estival de las cigarras. Pero aquello tampoco duró. “Parece mentira,” piensa
Enia “que ahora pueda recordar con exactitud aquellas voces, cuando por
entonces ni siquiera sabía interpretar qué significaban esos cambios de tono”. El murmullo se acrecentó de pronto, según
unas personas, que reconoció, a pesar de la transfiguración de sus rostros,
como las gentes de su aldea, se iban apelotonando junto al primer refugio: su
refugio. Una pequeña construcción cónica de piedra, ramas y arcilla. Recuerda
haber buscado con la mirada a sus padres entre la multitud. Recuerda no haber
entendido lo que estaba pasando, a pesar del bombardeo de frases y palabras
“pobrecilla… ¿Quién cuidará ahora…? Horrible… ¡Que no lo vea, no dejéis…!
Padres…”.
La noche engulle sigilosamente el valle, bajo sus pies. Sería
hora de retirarse del puesto, pero la rabia de los recuerdos fustiga a Alate,
que aprieta la mandíbula y permanece tumbado, perdido en las nieblas de la
memoria. Recuerda haber visto por primera
vez a aquella gente, sumido en una confusión de gritos y humo que abotargaban
sus sentidos. Puede que por eso no saltara su alarma, la encargada de decirle
que no debía acercarse a esa gente, que eran peligrosos. ¿Cómo podía ser
tan joven, tan ignorante?
Los destellos de las
hogueras cegaron sus ojos; el humo, disipado momentáneamente por una ligera
brisa, dejó entrever retazos del olor dulzón de la sangre, mezclados con un
olor conocido. Recuerda que, de pronto, el miedo lo atenazó, cuando se dio
cuenta de que la gente había dejado de mirar a la niña y ahora lo miraban a él.
Algo atrae su atención en el horizonte: el humo se espesa y se
eleva como una nube de moscas. Alate se tensa y se incorpora de un brinco,
estirando el cuello para tratar de distinguir la causa de aquel apestoso fuego
a través de la noche. Una cosa está clara: no son las fogatas aisladas que
titilan cada anochecer en el valle.
El bosque está en llamas.
Los amargos recuerdos impiden a Enia conciliar el sueño en la
ribera. Con la gracilidad de la garduña, se descuelga del fresno y sus pies
descalzos apenas hacen ruido al caer sobre la hierba mullida. Sumida en sus
pensamientos, de pronto se sorprende de estar dirigiendo sus pasos al campamento.
Le resulta extraño buscar consuelo en la proximidad de otros, pero parece que
al fin ha hecho de aquella gente su hogar.
Ulula el mochuelo en la templada noche de verano y el campamento
duerme. Un anciano solitario vela el fuego de los hogares y saluda a Enia con
un leve asentimiento.
Con esta gente no existían las categorías sociales, el rígido
mandato y las apariencias: aquí, todo el mundo aportaba sus mejores cualidades
para el bienestar de todos. Por supuesto, había momentos duros. Las migraciones
son extenuantes y los inviernos, implacables. Si no conseguían seguir la pista
de una gran manada y cobrarse varias presas, el hambre y el frío arrastraban
consigo a los más débiles. Enia piensa que si tuvieran grano, esto no
ocurriría. Pero enseguida expulsa ese pensamiento de su cabeza: el grano
significa el fuego, el fin del bosque, el trabajo incesante.
Por Elisa R. Bañuelos
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