viernes, 17 de julio de 2015

CENIZAS

Los latidos del ciervo resuenan profundos y graves en su cabeza. Enia cierra los ojos y aspira el almizcle: no puede oírlo ni olerlo, pero la presencia del ciervo se solidifica en su mente, entregándose, doblegando su voluntad. Unos movimientos fugaces y, en cuestión de segundos, el animal cae fulminado al suelo, entre los brezales. Enia se acerca, da gracias en silencio al alma del ciervo y extrae la jabalina de sus costillas. En el fondo, siente un ligero resquemor: el ciervo, inquieto por el fuego y la atmósfera cargada de humo, no habría podido ni olerla. No había sido una batalla justa, entre iguales. Con su tosca hacha de pedernal tala unas ramas para improvisar una parihuela que le permita trasladar el ciervo hasta un lugar seguro: si no fuera por el incendio, ya próximo, lo despedazaría allí mismo, llevándolo en tandas al campamento; pero no podía permitir que el fuego lo engullera. Sin embargo, antes de partir, se detiene, abre con esfuerzo el tórax del animal y extrae el corazón, que deposita sobre una mata de brezo. La sangre empapa las delicadas flores blancas.

Alate masca la tensión en el ambiente y decide alejarse: sus compañeros están inquietos y los gruñidos pronto se quedarán cortos. Esa noche tampoco podrán cazar. El espeso y penetrante humo les anula: tapona sus fosas nasales, empaña los ojos. Deja atrás el bosque de piceas y se sorprende de la oscuridad de la noche, a pesar del fuego lejano. La luna ni siquiera se adivina entre las espesas nubes negras, y el aire húmedo comienza a fluir a medida que asciende por la montaña. Alate huele la lluvia.

Aquella noche, grabada a fuego en su memoria, también se anunciaba la lluvia, pero aún habrían de pasar interminables horas antes de que descargara. Cuando aquellas rabiosas criaturas comenzaron a perseguirles, Alate no podía pensar en otra cosa que no fuera alcanzar el bosque. Corrió con el corazón desbocado, huyendo de la jauría, que izaba palos encendidos con gesto amenazante. Pero algo en su conciencia le hizo volverse para comprobar si Enia le seguía. La niña corría desorientada, posiblemente cegada por las luces, y a punto estuvo de tropezar contra una enorme piedra. Alate se detuvo, la llamó y corrió a su lado, guiándola en la creciente oscuridad, lejos de aquellos monstruos.

De alguna forma, con la noche como cómplice y el bosque de guarida, consiguieron confundir a la turba y alcanzar la montaña. Cayeron extenuados bajo un gran abeto y, aún asustados, se escondieron tras su grueso tronco. El frescor de la montaña, a pesar de la estación, pronto dejó sus músculos ateridos, y se arrejuntaron en silencio. El sueño los embargó en una noche tan oscura como la boca del lobo.

Una débil luz rojiza refulgía a través de sus párpados. Alate se asomó tras el vetusto tronco del abeto, pero no era el sol de la mañana, sino el fuego, que devoraba el bosque bajo la montaña. De nuevo, el pánico lo invadió. Enia dormía profundamente a su lado. La despertó. Ya no huían de aquellos seres iracundos, sino de algo que le producía aún más pavor: el fuego descontrolado.

Enia arrastra con esfuerzo el cuerpo del ciervo a través del bosque. La improvisada parihuela se atasca entre las ramas de un endrino y la mujer se rasga la piel con las espinas al intentar desenredarlo. El humo del incendio es denso, debido a la humedad de la vegetación, y se desliza entre los árboles como un reptil. La situación le hace rememorar aquella fuga interminable, la huída de su propia gente, la gente que luego pegó fuego al bosque para hacerles salir o para quemarlos vivos. Con un destello de rabia, tira del arnés enganchado y rompe los precarios nudos que sostenían la estructura. Mira al cielo negro, cargado de lluvia, y se serena. Repara la parihuela con presteza y continúa el penoso camino.

Aún no consigue sacar cuentas de las horas o días que transcurrieron mientras seguía a Alate a través del bosque, lejos de su hogar, de sus padres y de su gente. Su avance se veía a menudo interrumpido por el fuego, por un río o una montaña, por lo que realizaron varios rodeos. Le preguntó a Alate si sabía a dónde se dirigían.
A casa.
Finalmente, las nubes dejaron caer su bendición y apagaron el incendio. El bosque presentaba un paisaje espectral, como un esqueleto negruzco y quebradizo. En el suelo yacían los restos de los animales que no habían conseguido escapar del mordisco del fuego.


Hubo un momento en el que Alate se aceleró. Enia tuvo que correr con todas sus menguadas fuerzas para alcanzarle. El chico había reconocido su hogar. Se abrieron paso entre los oscuros y humeantes tocones, hacia una cornisa, en cuya base se abría una caverna. Delante, unos bultos se dispersaban sobre la roca desnuda. Alate se acercó y se quedó quieto junto a las figuras. El fuego no los había alcanzado, pues la roca había frenado su avance. La sangre negra y espesa se pegó a sus pies. Enia se acercó lentamente, asustada. Al menos dos docenas de lobos yacían despedazados delante de ellos. Alate entornó la cabeza y gritó a la lluvia. Aquel alarido de profundo dolor se grabó en la memoria de Enia para siempre.

Por Elisa R. Bañuelos




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